Fotograma de la película. Con Michael Gambon, Ciarán Hinds, Tim Roth y Helen Mirren.
Es difícil ponerse a escribir sobre películas que han dado pie a tantísimas conversaciones, textos, críticas y estudios. Cuando selecciono un título, no pienso en analizarlo ni en destripar su esencia, sino en darlo a conocer. Por tanto, no hago crítica, simplemente recomendaciones. Honestamente, lo prefiero, me parece algo más accesible e interesante dar unos cuantos datos atractivos y expresar mi perspectiva que aburrir a los lectores con un análisis exhaustivo. Al fin y al cabo lo que importa es la sensación que transmite la obra a cada uno de los espectadores y cómo cada uno de ellos la interpreta (cito a Oscar Wilde por tercera vez este año). Aunque esto pueda parecer un testimonio cinematográfico, en realidad es una manera de expresar mi profunda devoción por un tipo de cine que se está extinguiendo – o que se puede considerar ya extinto – y que, desgraciadamente, no se tiene en demasiada consideración; el cine pictórico-teatral. Quizá inventar ese término para definir “El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante” es barrer demasiado a su favor, restringiendo por tanto el derecho de incluirse en la lista a un gran número de películas y artistas que, aunque sea muy por encima, intentan estilizar sus obras con ese aire tan teatral. Es muy difícil encontrar cineastas que compaginen tan bien como Greenaway el arte pictórico con la teatralidad, los movimientos de cámara en constante tercera persona con una ágil puesta en escena, y la música clásica con unos decorados barrocos.
“Cuentos de Tokio” es la única película que recuerdo que muestre un perfecto equilibrio entre el contenido y la forma y que explote la belleza del teatro sin olvidar la estética pictórica que lo caracteriza. Ninguno de los dos títulos tiene algo que ver con el otro, sobre todo porque Greenaway es un obseso de los trávelins y Ozu el director que menos los utiliza, siendo por tanto el ejemplo perfecto del clasicismo cinematográfico y el opuesto al director británico. Sin embargo, aunque pueda parecer disparatado relacionar una película japonesa de los años cincuenta con una británica de finales de los ochenta, los polos opuestos se atraen, por lo que no es casualidad que lo haya elegido así. Además, ambas poseen un halo de originalidad escénica poco común.
Considerar “El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante” la mejor película de la historia del cine es excederse, al igual que es excesivo considerar cualquier película como “la mejor” que existe por el simple hecho de que nos guste. Al fin y al cabo, la elección de X provoca la exclusión de todas las demás opciones, y si por algo se caracteriza el cine es por conseguir que cada obra cinematográfica sirva como referencia para las demás. Ergo no existe la película perfecta. A lo que voy; considero que la obra de Greenaway ha marcado un antes y un después en mi manera de ver e interpretar el cine. Si “La aventura” me enseñó cómo se hace una película de verdad, “El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante” ha sido una lección de originalidad y una auténtica experiencia sensorial. Digo sensorial porque la combinación de la banda sonora de Michael Nyman, los infinitos trávelins de unas salas a otras, la espectacular dirección artística, la estética barroca y la profundidad de campo (que en muchas ocasiones puede incluso llegar a evocar las películas de Kubrick) forman un todo que penetra lentamente por cada uno de los sentidos. ¿Bella? Sí. ¿Desagradable? También. No todo lo visualmente increíble tiene que ser hermoso. Pero si hay algo que parece olvidarse muy a menudo en el cine, tanto hoy en día como hace setenta años, es que el Séptimo Arte es un arte visual, y que por encima de todo, al mismo nivel que la dramaturgia (otro de los pilares fundamentales de una película), están la iluminación y los decorados. “El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante” es un cuadro en movimiento, con dramaturgia, con música; puede considerarse una obra perfecta.
Si hay algo que admiro en un director es el valor. Greenaway rompe con el convencionalismo cinematográfico; no existe el plano-contraplano, ni la estricta coherencia en su estructura narrativa y espaciotemporal, ni el factor sorpresa. No existe el pudor; se recrea en el sexo y la muerte de una manera que puede resultar bizarra para el espectador medio. La violencia y el erotismo que provoca el rojo chillón del comedor contrasta con el blanco pseudocelestial y erótico (en el sentido más limpio de la palabra) de los baños donde se encuentran los amantes para consumar su amor. El rojo es probablemente el color más importante de la película; representa la injusticia y la violencia al mismo tiempo que la pasión y la represión sexual. Todos los colores tienen un significado y se identifican con cada uno de los personajes (verde/cocinero, rojo/ladrón, blanco/mujer, azul/amante).
La venganza, los animales muertos, los cubiertos, las falsas apariencias, las comidas abundantes, los personajes extraños, psicológicamente inestables y escatológicos; todo ello es un signo identificativo del cine de Greenaway (véase “El niño de Mâcon” y “Conspiración de mujeres”, por poner ejemplos accesibles). Y es que, al fin y al cabo, lo que busca el director es mostrar la esencia de la naturaleza humana, lo que somos en realidad, y lo hace de una manera directa, sin concesiones, sin tapujos, directo a la yugular. Por ejemplo, ver a hombres y mujeres sin ropa puede resultar chocante en este tipo de producciones; la censura ha privado al cine de un elemento básico de la naturaleza humana: el propio cuerpo humano. Greenaway no tiene miedo a mostrar a sus actores y actrices completamente desnudos, porque sabe tan bien como cualquiera que esté leyendo esto que el sexo (en el sentido más amplio de la palabra) es una constante en la vida de cualquier persona. Al igual que la inexorabilidad de la muerte.
"Dos son los temas que realmente importan al hombre, uno es el sexo y el otro es la muerte, y precisamente de eso es de lo que hablan mis películas" - Peter Greenaway.